
Había leído sobre el tema en un libro que me traje de Florencia: “El arte de la Cocina. Las recetas de la tradición”, de Sandra Rosi. Al principio pensé que era un libro para turistas, pero todos los platos que he sacado de ahí salen a la perfección. Por lo que parece, las recetas han sido cocinadas antes de publicarlas. Y eso no es tan común como creéis. Del tiramisú, de cierta cena de Nochebuena y de mi abuela ya os hablaré en otra ocasión.
El caso es que, decidido como estaba, hice lo que toda persona de este siglo hace cuando necesita saber algo. ¿Llamar a la mamma? No, buscar en Internet. En Youtube (pronúnciese en inglés, por favor, que me hace mucha gracia). Y allí encontré este par de vídeos que me mostraron el camino y me dieron bastante envidia, para qué nos vamos a engañar (vídeo A + vídeo B). Quedó de mostrado que para hacer pasta en casa sólo hacen falta los ingredientes, un rodillo y un cuchillo afilado. Muy afilado, que si no la pasta se pega.
Así que me fui para la cocina con mi camiseta de Mickey, a limpiar la encimera sobre la que iba a trabajar. Ya lo había hecho el día anterior, pero tiendo a ser un poco maniático. Así que, de nuevo, di un buen repaso a la piedra hasta que quedó más que limpia, higienizada. Entonces, y sólo entonces, fui a por los ingredientes: 200 g. harina, un huevo, aceite de oliva virgen extra – del que usaría una gota- y una pizca de sal (las cantidades originales son: 600 g de harina blanca, 3 huevos, una cucharadita de aceite de oliva virgen extra, y sal)
Hay otras recetas que usan más huevos, pero yo usé esta y me gustó el resultado. 5 huevos para un kilo de harina, que no está nada mal.
Dispuse la harina en el mármol y formé una especie de cráter donde echaría el huevo. Me acordé del volcán de Islandia. ¿Ya se habrá apagado? También añadí un poquito de agua (unos 33 cl), el aceite y la sal. De aceite, la receta pide una cucharadita por 600 g. de harina, así que usé literalmente una gota. Empecé mezclando con un tenedor y continué después amasando con las manos hasta que obtuve una masa suave y elástica.
Según las instrucciones, hice una bola con la masa, la cubrí con film –ese gran invento que tan pronto se usa como improvisada tapa de un cacharro, como de contenedor para cocer un huevo- y lo dejé reposar unos 10 minutos.
Tras ese instante, que te da como para tomarte medio café o un vaso de agua, espolvoreé un poco de harina sobre mi impoluta superficie de trabajo y comencé a extender la masa con el rodillo. La idea es que la pasta debe mantener siempre la forma redonda hasta llegar a formar un disco tan plano como podamos (de 1 mm. de grosor, más o menos). Para ello vamos girando un cuarto de vuelta la masa cada vez que le pasemos el rodillo por encima. De vez en cuando hay que espolvorear un poco de harina para que no se nos pegue todo, pero intentaremos que sea la indispensable, para que no se nos engorde demasiado la pasta. Si miráis aquí, podréis ver un ejemplo con masa “preciosa y fressca” un tanto tropical.
Una vez que tuve ante mí el disco de pasta, lo dejé reposar otros 10 minutos para que se secase un poco y lo corté en tiras de unos 30 cm. de ancho. Esas tiras las enrollé sobre sí mismas cuatro veces en el sentido de la anchura y las corté en tiras finas para formar tagliatelle. Después las dejé extendidas sobre una rejilla un rato, antes de cocinarlas.
Al ver el trabajo acabado, sentí una extraña satisfacción, casi como de haber creado algo de la nada. No era la primera vez que mezclaba ingredientes básicos para obtener un resultado. Se usan casi los mismos para hacer un bizcocho de aceite. Sin embargo, al hacer pasta en casa hay algo distinto, a lo mejor tiene que ver con que no hay nada más que la masa y tú. Sin horno, sin fogones. Sólo la masa y tus manos.

Nota:
Asociamos la pasta fresca con Italia, con los lienales frescos del supermercado o con las tiendas "gourmet", pero ya en la España rural de los ’50, había gente que iba por las casas con su máquina y te hacían los fideos allí mismo. A la casa de mi abuela, sin ir más lejos.